sábado, 31 de diciembre de 2011

¡Vayan a quejarse a Quilmes!

Hay un dicho popular muy bueno que dice: no se queje si no se queja.

Les propongo invadir la página Facebook de Quilmes (por ahora no hace falta darle a "Me gusta", se puede escribir en el Muro así nomás) con explicaciones de por qué su última publicidad es nefasta, engañosa, mentirosa y terriblemente machista.

Supongo que irán borrando las quejas (por ahora no borraron mi comentario), pero al menos sabrán que hay mucha gente a quien no le gusta que hagan pasar gatos por liebres.

¡¡Todxs al Facebook de Quilmes!!

EDIT del 1 de enero: también pueden quejarse en la página de Facebook de la súper creativa empresa publicitaria que hizo el comercial, haciendo clic aquí (gracias Mariel por el dato).
Y enviar una queja al Observatorio de la Discriminación en la Radio y la Televisión.

Quilmes, ¿por qué no abrís un diccionario?

Para despedir al 2011 como se debe, Quilmes nos está infligiendo en estos días un nuevo comercial sexista... Ojo, quiere ser un comercial "igualitario". Es más, promueve el "igualismo" y todo.

¿Cómo lo hace? Pues es simple: muestra a un ejército de mujeres por un lado quejándose de los varones (con las quejas de siempre: los varones son infieles, mentirosos, etc.), y por el otro, un ejército de varones quejándose de las mujeres (las mujeres son mandonas, hincha pelotas, nos vacían la tarjeta de crédito, etc.).

Salen a la guerra, y cuando llega el momento del impacto... una cerveza los reconcilia, y una voz nos explica que "cuando el feminismo y el machismo se encuentran, nace el igualismo"...

No, no, les juro, es auténtico, no lo he inventado yo.

O sea, Quilmes propaga la falsa idea de siempre de poner como antagónicos a feminismo y machismo, como si el feminismo fuera la lucha por la superioridad de las mujeres.

Basta con abrir un diccionario para enterarse de lo que significa la palabra "feminismo" (lucha por la igualdad). Palabra a la que, a todas luces, confundieron con la palabra "hembrismo".

Pero la frutilla del postre es lo que Quilmes propone como revolución igualitarista: la mujer le propone al varón lavar su ropa íntima a mano, y el varón le propone a la mujer usar una extensión de su tarjeta de crédito...

En resumidas cuentas, la revolución igualitarista, para Quilmes, consiste en que las mujeres acepten hacer las tareas domésticas con placer, y en que los varones acepten felices ser los únicos proveedores del hogar...

¡¡Guau!! ¡¡Qué revolución!! ¿No será mucho, che?



Y con esta joyita, que encima está plagiada de otro comercial, me despido del año... 

Ojalá el 2012 sea el de la legalización del aborto en América Latina... Me suena a deseo reiterado... Bueno, algún día terminará por cumplirse, ¿no?

jueves, 29 de diciembre de 2011

Estereotipos de género explicados por una niña de tres años

Cuando me quejo del sexismo y de los estereotipos de género, lo hago, sobre todo, por las próximas generaciones. Son lxs niñxs que estamos educando, formateando, para que piensen que varones y mujeres son radicalmente distintos. Son ellxs las primeras víctimas de las publicidades sexistas, del lenguaje sexista, del esencialismo

Muchas veces me retrucan: somos lo suficientemente inteligentes como para entender que una publicidad como la de Clear es humor y nada más.

Sí, tal vez algunos adultos. ¿Pero lxs niñxs? Ellxs, por lo general, no entienden el segundo grado. Si ven un comercial que dice, con un tono de hartazgo: "Las mujeres son complicadas porque usan 200 productos distintos para la piel", pues se lo toman en serio, y asimilan la idea de que las mujeres son hincha pelotas... cuando claramente, las mujeres también son producto de una sociedad sexista y consumista que les incita a pensar y actuar de tal o cual manera.

Esto que digo, una niña de tres años fue capaz de entenderlo.

En el video siguiente, se ve a una niña estadounidense, Riley, que se indigna ante la separación por sexo de los juguetes en una juguetería.

Le parece totalmente injusto que se incite a las nenas a jugar con juegos de princesas, y a los nenes con super-héroes. Considera, con razón, que a una nena le puede gustar los juegos de super-héroes, y a un nene, un juego de princesas. Y entiende perfectamente que la libertad no existe realmente, si la sociedad (en este caso, una juguetería) ordena las cosas como para que parezca "natural" que a las nenas les gusten las princesas y a los nenes, los super-héroes.



En los comentarios, algunxs se indignan ante lo que llaman "adoctrinamiento" de la nena. Sí, puede ser que esas ideas no hayan salido solitas de su cerebro, y que haya sido influenciada por sus padres para pensar lo que piensa... exactamente como los gustos de lxs niñxs tampoco se auto-generan, también son "adoctrinadxs" de manera sexista.

Si los gustos fueran tan "naturales", ¿qué necesidad habría de pintar las habitaciones de rosa o celeste, de vestir a recién nacidos de rosa o de celeste? ¿Puede realmente un bebé de un día de vida decir si le gusta más el rosa o el celeste?

Si se viste a un bebé de color celeste desde que nació y si ese bebé escucha, desde que nació, que el color rosa es "para las nenas", ¿no es esto un adoctrinamiento y un lavado de cerebro también?

Lo mismo con los juguetes.

En esta época navideña y de regalos, militar por que las jugueterías dejen de separar los juguetes de acuerdo a los sexos sigue siendo absolutamente vital para luchar contra los estereotipos de género.

Si una niña de tres años logró entenderlo, ¿por qué algunos adultos se siguen haciendo los desentendidos y defendiendo con uñas y dientes los estereotipos de género?

martes, 27 de diciembre de 2011

¿Penalizar el aborto?

"Las mujeres no saben lo que quieren", se escucha cada tanto por ahí, en un enésimo estereotipo de género. Las mujeres, presas de un doble estándar de moral (lo que se permite a los varones les es vedado a ellas), y empantanadas en los contradictorios mandatos de la sociedad (si te acostás la primera noche, sos una chica fácil, si no lo hacés, sos una cerrada; si no te ponés minifaldas y tacos altos sos un marimacho, si lo hacés, te vestís como una puta; etc. etc.), pueden llegar a tener actitudes contradictorias.

Como todxs, diría yo.

Cuando se pregunta acerca del aborto, mucha gente dice estar en contra de su legalización y a favor de su penalización. Pero cuando se pregunta a esas mismas personas si piensan que las mujeres que abortan deberían ir a la cárcel, ése es el resultado:



La gente, ¿sabe de qué habla cuando habla del aborto?

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Las mujeres y los piropos, de víctimas a victimarias

Sigo con otro documento sobre acoso callejero, "piropos" y demás comentarios sexistas que, se supone, deben halagarnos.

Su autora es Diana Maffía, doctora en filosofía, diputada de la Ciudad de Buenos Aires (por el ARI, 2007-2011), investigadora y autora de muchas publicaciones.

Escribió una ponencia para un congreso sobre "Violencia, maltrato y abuso: víctimas y victimarios" que tuvo lugar el 10 al 12 de noviembre pasado en Buenos Aires. La idea, explicó era "mostrar cómo el patriarcado nos desplaza del lugar de víctimas al de victimarias cuando se trata de violencia simbólica".

Es un poco largo, pero vale la pena leerlo completo. Lo pueden copiar donde quieran, siempre citando la fuente (lo subrayado en negrita lo hice yo).

Chistes, piropos y minués: las estrategias del macho acorralado 
Diana Maffía 
Definitivamente, las feministas somos unas amargas. Vemos machismo, patriarcado, androcentrismo, homofobia, lesbofobia, transfobia y violencia incluso en las situaciones más divertidas. Eso nos pone en un raro lugar: somos víctimas de permanentes ataques simbólicos, y a la vez victimarias por arruinar con nuestras respuestas destempladas las situaciones que gran parte de la sociedad considera entretenidas, glamorosas, seductoras, caballerescas, románticas y hasta corteses. Y lo peor de la confusión es que como pertenecemos a esa misma sociedad, tales situaciones también tienen eficacia simbólica sobre nosotras, también nos reímos y emocionamos con ellas; sólo que un Pepe Grillo feminista nos susurra al oído permanentes advertencias analíticas para que no caigamos en la trampa, para que no seamos literales, para que no sonriamos amablemente –como es de esperar- a los gestos corteses.
 “¿Qué quieren las mujeres?” se preguntaba Freud, y el error de nosotras era estar expectantes a su respuesta. Mi propuesta de hoy es muy modesta. Contar algunas anécdotas, señalar algunas situaciones que encienden mi alarma, procurar tímidamente un puente comunicativo para hacer grietas en los implícitos sociales y generar vínculos que no lesionen con su reiteración a ningunx de lxs participantes en ellos.
Cuando inicié la carrera de filosofía, un profesor llamado Adolfo Carpio me dijo: “¿qué hace usted acá, no sabe que las mujeres no pueden hacer filosofía? Tiene lindos ojos, aprenda repostería y búsquese un novio”. Me ubicaba así en una disyuntiva común a muchas mujeres profesionales: o carrera o familia. La filosofía era un sacerdocio que requería no ocuparse del trajín de la vida cotidiana, por eso era para varones, que como todo el mundo sabe vienen equipados con mujeres que se dedican a las tareas de reproducción y cuidado, entonces ellos no deben renunciar a nada que les corresponda para dedicarse a la vida contemplativa. Esta deliberación es objeto de muchas indagaciones feministas, de excelente nivel, que ponen eje en el quiebre subjetivo de las mujeres que deciden innovar. Como ejemplo diré que en una investigación sobre carreras científicas de varones y mujeres, encontramos como dato significativo que el 25% de los investigadores superiores del Conicet eran solteros (su carrera era un sacerdocio) pero esa cifra trepaba al 75% en las mujeres, además de tener muchas menos oportunidades de llegar a la cima. 
Muchos años después, ya doctorada y con el permanente esfuerzo de equilibrar familia y trabajo, ocupo la cátedra que fue de Carpio. Últimamente he pensado si no será un gozo enfermizo estar en este lugar, si fue una aspiración verdadera o movida por el desafío y la revancha. Y eso me lleva a reflexionar sobre los deseos de las mujeres y su concepto de éxito. Tenemos paradigmas que producen indicadores precisos de lo que la sociedad reconoce como éxito personal y profesional, y el costo subjetivo de esos indicadores para las mujeres es doble: si acompañan a un varón exitoso, es posible que tengan a su cargo la parte menos glamorosa de ese éxito vicario; si ellas mismas lo son, es posible que alcanzada la meta no encuentren la felicidad prometida sino una incomprensible insatisfacción. Para las innovadoras, que decidimos desafiar la dicotomía conciliando familia y profesión, la culpa de no alcanzar el ideal de perfección en ninguno de los roles (que obviamente requieren la renuncia al otro) es permanente. 
Asi las cosas, claro, no estamos para chistes. Sin embargo nos hacen chistes! Cuando me recibí, el profesor Eduardo Rabossi me felicitó haciéndome el extraño homenaje de contarme un chiste, precisamente este: Un hombre decide contratar una prostituta. Va a su departamento y encuentra que entre los previsibles adornos sugerentes había una pequeña biblioteca. Se acerca curioso y ve en ella libros de Kant, de Hegel, de Wittgenstein… Toma uno de ellos y ve que está subrayado y con acotaciones manuscritas. Le pregunta de quién son esos libros y la prostituta contesta que son de ella, que es filósofa. El hombre, extrañado, le pregunta cómo siendo filósofa trabaja de prostituta, y ella le contesta: “tuve suerte”. Fin del chiste. No me reí. Quedé como una amarga con mi profesor de derechos humanos. 
Una brillante alumna mía, muy linda, terminó su carrera y no logró una beca o una plaza docente para comenzar a trabajar. Terminó de mesera en un restaurante muy caro de Puerto Madero, en plena era menemista, al que concurrían políticos y empresarios favorecidos por el gobierno (dicho sea de paso, algunos siguen concurriendo y siguen siendo favorecidos, pero ese es otro tema). Uno de los clientes en particular era muy pesado, con comentarios subidos de tono sobre su aspecto físico dichos a los gritos y festejados por sus contertulios. Un día mi alumna decidió contestarle con una frase de Nietszche. El diputado, sorprendido, le preguntó de dónde había sacado eso y ella le dijo que era filósofa. La pregunta fue inmediata: “¿y qué hacés trabajando aquí?”, y la respuesta de ella también: “esta es la Argentina en la que vivo, yo soy mesera y usted es diputado”. Los contertulios festejaron el chiste, el político no se rió, ella sintió una satisfacción interior que duró poco porque ese mismo día la echaron de su trabajo por hacer comentarios indecorosos a los clientes. 
¿Podemos reaccionar a la violencia de los chistes y los comentarios que nos ponen como objeto pasivo de frases soeces bajo la pretensión de ser piropos, cuando todo el sistema opera contra nuestra vivencia de esas situaciones? La observación rompe un código, a veces violentamente, y entonces pasamos de víctimas a victimarias. A veces ni siquiera tenemos la oportunidad de intervenir, porque la frase se refiere a nosotras pero se pronuncia entre machos en un intercambio que nos excluye y que tiene que ver con el derecho de propiedad. Porque como decía Locke en “Dos Tratados sobre el Gobierno”, para justificar filosóficamente la necesidad del pacto social que dio origen al Estado Liberal Moderno, la violencia entre los seres humanos es consecuencia de la lucha por la propiedad; y hay dos cosas que producen el máximo conflicto entre los seres humanos: la propiedad de la tierra y la propiedad de las mujeres. El pacto social, precedido del pacto sexual, reguló ambas propiedades dando origen a la familia nuclear y garantizando así la legitimidad de la progenie para cuidar la herencia en la acumulación de capital. 
Los ambientes ilustrados no están libres de estos métodos disciplinadores del lugar de las mujeres. Cuando finalizaba la dictadura, comenzamos en la UBA un movimiento de estudiantes y graduados que permitiera recuperar las autoridades legítimas una vez alcanzada la democracia. Se creó así una Asociación de Graduados que hizo su primera elección. Los candidatos a presidirla éramos Silvio Maresca, un filósofo muy ligado a la política del peronismo , y yo, una pichi. Inesperadamente gané esa elección, y entonces Silvio le dijo a mi marido, también graduado en filosofía: “te felicito, ahora tenés una mujer pública”. No me lo dijo a mí, se lo dijo a él, que recibió así la advertencia de que un hombre que deja que su mujer circule por los espacios de poder de la política debe aceptar que reciba el calificativo con el que se describe a una prostituta: una mujer pública, una mujer de la calle, una mujer que no es de su casa y por eso ha renunciado a ser de un hombre para estar disponible para cualquier hombre. 
Y así seguramente se lo enseñan a los hombres. Los cuerpos que circulan en la calle son cuerpos disponibles, y si no dan señales inequívocas de recato son cuerpos abordables sin permiso por el solo hecho de estar allí. Abordables físicamente y simbólicamente, con manoseos o con pretendidos piropos que nos ponen en situación de presa y a ellos en situación de dominio. 
Salgo de mi casa un día de lluvia para un acto protocolar a la mañana, vestida con más cuidado que de costumbre. En la vereda hay un hombre acostado sobre unos cartones, totalmente borracho, harapiento que daba pena, y cuando paso me dice: “te haría cualquier cosa”. Ese hombre que no podia ni siquiera ponerse en pie, abandonado de todo, no había perdido sin embargo su poder patriarcal sobre mí, su poder de incomodarme y ubicarme en una situación pasiva que sólo podía ser respondida de modo desagradable o cambiando el código. Otras veces lo he hecho, ante ese habitual comentario “decime qué querés que te haga, mamita” pararme, mirarlo y decir: “recordame el teorema de Göedel”, o “recitame la Odisea en griego”. La respuesta produce pavor, la mirada del piropeador se llena de espanto: la violenta soy yo. 
Los comentarios sobre nuestro aspecto físico nos desvían de nuestro lugar de interlocutoras a objeto. Incluso cuando pretenden ser amables nos están sacando de la relevancia del argumento para poner de relevancia nuestro cuerpo sexuado. A veces la violencia es más explícita, y cuesta menos verla. En una manifestación docente donde hay represión policial encuentro a un diputado kirchnerista con sus asesores. Me pregunta con ironía qué hago allí, y yo le digo qué hace él que no está procurando que su gobierno no reprima la protesta social. El, molesto y bajando un poco la mirada de mi cara me dice “¿por qué te pusiste ese escote?”, sus compañeros se ríen, yo le repregunto “¿qué te pasa, extrañás a tu mamá?”, sus compañeros se ríen más. La violenta soy yo que lo pongo en ridículo ante sus subordinados. 
Otras veces el comentario es menos burdo, y simplemente nos retrae del lugar donde nos habíamos instalado. En una sesión legislativa salgo de mi banca y me acerco a un diputado del hemiciclo opuesto para reprocharle uno de los mil modos de mala praxis legislativa que acostumbran. Mientras le estoy diciendo que faltó a su palabra me interrumpe: “ahora que te veo de cerca, qué lindos ojos tenés”. ¿Tengo que alegrarme, sentirme orgullosa de algo en lo que no tengo ningún mérito, cambiar mi enojo por un agradecimiento a su observación gentil? Opto por reprocharle doblemente su falta de palabra y el comentario desubicado y quedo como una amarga. La víctima es él: dijo algo agradable y se encontró con mi respuesta destemplada. 
La filósofa mexicana Graciela Hierro, especialista en ética feminista, nos advertía sobre estos modos que toma el patriarcado para imponerse a los que llamaba “el trato galante”. Socialmente aparecen como un signo de caballerosidad, pero nos ubican en un papel de debilidad, de objeto de tutela, de incapacidad, de pasividad superlativa. Los usos sociales están llenos de mandatos que los varones pueden tomar como lo que se espera de ellos, y muchas mujeres como signos de protección masculina.  
Mañana se cumplen 60 años del voto femenino. Quizás sea oportuno recordar que hasta ese momento el código civil nos ponía con los incapaces, los presos, los dementes y los proxenetas para fundamentar nuestras ineptitudes para la política. Cuando luego de muchos años de lucha del socialismo feminista, y por expresa voluntad de Eva Perón, la ley de sufragio femenino finalmente llega a un recinto formado exclusivamente por varones, los argumentos en contra cubrieron  todo el arco: desde señalar la natural incapacidad de las mujeres para la vida pública, a decir que ibamos a votar lo que nos dijera el cura y la iglesia iba a aumentar así su poder político, o ensalzar las más altas virtudes femeninas que nos destinan a la excelsa tarea divina de cuidar a nuestras crías (lo que logicamente está reñido con la disputa electoral), o describir la politica como un pantano donde no debería posarse el delicado pie que cual pétalo de rosa sostiene nuestra gracia, y como último recurso generar pánico recordando que nos volvemos locas una vez por mes y así existía la alta probabilidad de que en ese estado de enajenación temporal una cuarta parte de nosotras esté a la vez menstruando y decidiendo los destinos de la patria. 
Para esos patriarcas de la democracia, que ya contaba con una “ley del voto universal y obligatorio” que no sólo nos excluía del universal sino que no registraba siquiera la exclusión, eso éramos las mujeres. Ellos sí tenían una respuesta, no como Freud que nos dejó esperando. 
Procurando hacer un ejercicio de empatía, comprender cuál es la reacción de quien tiene esta visión de las mujeres ante los avances que el feminismo nos ha procurado en tantos órdenes de la vida, pienso que hay una percepción de cierta masculinidad de estar en retroceso. Una vivencia del poder sustancial y del territorio que torna amenazante el ingreso de las mujeres a las
instituciones y a la vida pública, todavía ahora. La pérdida del monopolio de la palabra no alcanza para abrir el diálogo. El diálogo tiene condiciones lógicas, semánticas, éticas y políticas, no se trata de hablar por turno y menos aún de arrebatar el micrófono. Y ni hablar si se usan dos micrófonos, como hace la presidenta desde el atril! 
Eso es lo que llamo “el síndrome del macho acorralado”, que es victimario violento y a la vez víctima, que me desvela cuando pienso en las formas de lograr una sociedad incluyente de verdad, y que me inspira para decir toda vez que puedo a modo de letanía pedagógica que “cuando una mujer avanza, ningún hombre retrocede”.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Muy buena nota de humor sobre el acoso callejero


Me gusta particularmente el último párrafo. Siempre me asombró que los varones se quejaran de que las mujeres hablamos de tamaño, provocándoles inseguridades y complejos, como si nosotras no sufriéramos constantemente de la comparación con los cuerpos de otras mujeres. Cada vez que se muestra a una mujer en pelotas en un comercial, nos echan en cara cuán imperfectas somos con nuestros cuerpos sin photoshop. Recuerdo en particular un ex mío, que se la pasaba hablando de los pechos de sus ex, pero que se quedó súper traumado cuando empecé a hablar del pene de mis ex... Imagínense si los comerciales mostraran varones con pitos enormes... Ahí sí se podrían quejar de la dictadura del tamaño...
Muchachos, aflojen con las tetas 
El varón argentino tiene cierta debilidad por las glándulas mamarias femeninas, tal como lo comprueba en estos días de calorcito nuestra columnista. De lo difícil que es ser mujer en un mundo de hombres babosos.
Por Mariana Enriquez 
Hace calor y tengo que andar con guardaespaldas. Sucede que, a juzgar por las reacciones que recolecto en la vía pública, el hombre porteño no está acostumbrado a ver un par de tetas. Es la única explicación que le encuentro a lo que ocurre cada vez que salgo a la calle. Me explico: yo no tengo las tetas de Virginia Gallardo. Tengo tetas de mujer normal. No son pequeñas, son lindas, pero de ninguna manera estamos hablando de una situación macromamaria. Y el resto de mi cuerpo y mi cara no son los de Luisana Lopilato: soy una mujer grande. No obstante, no puedo caminar sin que se me arrojen –el verbo no es exagerado– encima hombres babeantes e idiotizados. Todos mayores de 30, debo aclarar: los jovencitos registran mi edad y, me parece, son más educados. Nomás esta semana me hizo gestos con la lengua un señor en el subte (me dio un poco de vergüenza por él, entremezclada con las ganas de tirarlo por la ventanilla), un tachero casi se mata porque tanto elogiaba mis mamalias que casi se lleva por delante un 39, otro tachero me miraba las tetas a través del espejo de su coche siendo yo pasajera –me bajé después de explicarle que su comportamiento no era halagador ni simpático, pero no lo entendió. ¿Y cómo va a entenderlo si cada varón lo hace?
Sigo: otro me interceptó en la cuadra y medio que me cortó el paso; mi señor marido iba cuatro metros adelante, cargando dos bolsas de carbón, y no se dio cuenta de nada. Nunca se da cuenta de nada porque es nacido y criado en el primer mundo y allá los varones no se tiran arriba de las tetas de las mujeres. Entonces, cada verano tengo que recordarle que nunca debe dejarme sola por la calle cuando me acompaña, siempre de la manito como tórtolos, porque si no soy acosada. Ayer él hizo un leve intento de explicación sobre el comportamiento de sus congéneres. A ver, quise saber yo, ¿por qué miran tanto las tetas? ¿Qué les llama la atención? ¿Es porque ustedes no tienen? Yo no tengo pene ni testículos y no ando mirando la entrepierna de los hombres, preguntándome si éste estará circuncidado, si aquél la tendrá grande, si el otro la tendrá chica y corta, si el de más allá finita y larga, si el de la izquierda es un caso de berenjena y el de la derecha, uno de zanahoria. No me pregunto si tienen los testículos claros u oscuros, muy peludos o suavecitos. ¡Y me gustan los genitales masculinos, yo no soy de esas mujeres que hacen mohínes y falsos asquitos! ¡Me gustan! (Solamente impresiona que estén tan desguarnecidos, digamos, es un poco impresionante que todo sea tan externo, yo viviría paranoica si fuera hombre). 
En fin, mi señor compañero ensayó una explicación sobre la curiosidad masculina, el hecho de que “mirar tetas jamás es aburrido” y que por eso en el Reino Unido se las llama “fun bags”, que quiere decir “bolsas para divertirse”. Finísimos los británicos que tienen una larga obsesión macromamaria, expresada en las chicas de los tabloides, desde Samantha Fox (¿quién se acuerda de ella?) hasta Jordan, la novia del bañero de Marley. Ahora está siguiendo ese camino nuestra Luisana, que está recontra buena (yo no sé qué hace con ese crooner de cuarta, rubito lechoso para colmo). 
Cuestión que no pienso taparme como religiosa integrista para evitar la gritería y las murmuraciones callejeras: me la banco. Sepan, no obstante, que son unos ordinarios y malas personas, y que si en uno de sus acosos súbitos se los lleva puesto un colectivo o se desnucan en las escaleras del subte, me voy a alegrar sinceramente –a principios de semana, uno que me susurró al oído trastabilló cuando bajaba hacia la estación Dorrego y no lo empujé para no ir presa–. 
Están avisados, porque un día me voy a dar cuenta de que nadie mira y les daré la estocada o el empujón final. 
Otra cosa: me revientan profundamente las mujeres que se quejan porque yo me quejo de que me miren las tetas y me dicen “ay, más querría yo, que soy una tabla”. Pues si las traumatiza ser tablas, cómprense prótesis. Y si les da miedo la operación, hermanas mías, cómprense corpiños con relleno. Y si tampoco les cierra eso, déjense de joder. Yo sé que cuando una flaca se queja porque no puede ganar peso, es altamente insoportable: todas las excedidas nos ponemos de un malhumor infernal y las declaraciones de la flaca nos molestan sobremanera. Bien: en esto me solidarizo con las flacas. Está buenísimo tener lindas y grandes tetas pero caminar con ellas por la calle en verano es desgraciado. No sé quién me dijo la otra vez que si me molesta tanto, evite los escotes. Que me ponga cuello alto, con este calor. Esa mentalidad, amigos y amigas, es exactamente la misma que señala con el dedito acusador a una mujer abusada o violada por lo que llevaba puesto, si la pollera corta o el vestido provocativo. Esa es la mentalidad del “algo habrá hecho”. Yo no soy la que está en falta, a ver si lo entienden: los que tienen que cambiar son ellos. Ellos son los brutos. Yo ejerzo mi derecho y repito: me la banco. No llego destrozada y llorando a casa. No me ofenden tan profundamente. No. Me molestan y me dan vergüenza y me hacen pensar que, si no estuviera felizmente acompañada por un hombre normal, mi compañía sería un dildo. 
Otro me dijo: “Ay,pero ustedes las mujeres si no les dicen cosas se deprimen”. Y sí, está lleno de idiotas el mundo, alguna boluda así hay. 
Además, cada verano me desconcierto con este tema de las tetas. ¿Acaso la obsesión del hombre porteño no es el culo? Ahí yo jamás descollé, más bien todo lo contrario, así que ignoro lo que sufren las compañeras culonas. Durante mucho tiempo pensé que lo del culo era absolutamente excluyente, basándome en tantas revistas que ubican la cámara tan cerca del orificio anal que, con esfuerzo, se puede ver el esófago (notable, además, cómo el photoshop puede limpiar granitos y forúnculos, habitantes de todo culo por más lindo que sea). Parece que no, que son las dos cosas. Pero es más culo, ¿no? Hace unos años fui a Brasil y vi una revista dedicada nomás a culos, sin caras, sin cuerpos, sin nada. Onda Frankenstein. Y para heterosexuales, quiero decir, eran todos culos de mujeres. ¡Qué manera de cortarnos a pedazos! Y después más de uno anda lloriqueando cuando las mujeres hablamos de tamaño y qué se yo. Cuánta susceptibilidad. Yo les digo a los señores varones heterosexuales que no se bancarían ni un solo día dentro de un cuerpo de mujer. Se desintegrarían de tanta presión y exigencias y miradas y cuchicheos y envidias, tetas grandes, panza chata, culo alto, brazos delgados, mejillas tersas, muslos finos, tobillos idem. No tienen idea de lo que es vivir la vida en pedazos.